Te debo el sí,
y el quizá no.
Te debo mil incertidumbres
y no saber en qué zona de la grada tengo que sentarme.
Te debo el conocerte demasiado sin saber quién eres.
La libertad y su jardín de flores.
Te debo el significado de todas las cadenas
que no me has puesto.
Y, por consiguiente, todas las cadenas que decidí tirar a la basura,
al no ponértelas.
Te debo la comprensión y la tolerancia,
la empatía
y ese tipo de libertad que sólo es tuya si consigues darla.
Te debo el saber quién soy
a cambio de intentar saber quién eres.
Te debo la planitud y la plenitud.
Los extremos que retumban en un pecho.
Y los acantilados que frecuento para recordar que tengo
y que me das
alas.
Te debo la verdad, el oxígeno, la paciencia.
Y todos los diálogos internos.
Te debo, al fin y al cabo,
aprender que el amor consiste en liberar al otro
y luego ir viendo.