Y entonces ocurre.
Entonces vuelve a ocurrir.
Llega un martes cualquiera y se cuela entre las rendijas de las persianas. Y te descubres a ti mismo, en mitad del salón y con los brazos en jarra, aceptando tu derrota con la mirada puesta en ninguna parte.
Llega a tu vida una derrota más, una derrota cualquiera. Una derrota en forma de dimisión, de aceptar que tus planes no eran los acertados. Una derrota en forma de retirada. Cuando con flojera y con un nudo en la garganta recoges el campamento que montaste un día, pensando que generaría telarañas en las esquinas.
Pero no. Llevas escrito la palabra nómada en la frente y tienes que aprender a aceptar que lo definitivo no es más que una utopía. Que desvalijarse es desnudarse una vez más ofreciendo tu cuerpo y tu energía a la nada. Como quién se deja hundir despacio en un agua un poco fría, y el cuerpo se deshace de los últimos despojos cálidos por cada poro.
Desnuda y un poco en frío. Así estoy, atando unos zapatos que por dentro siguen mojados porque ni siquiera tuvieron tiempo de secar desde el último aguacero.
Porque, como dice el gran Dolina, vivimos renunciando. Y la aceptación de cualquier cosa trae intrínseca una renuncia e incluso varias (escoger ese caramelo es negarse a todos los demás).
Y así vivo yo. Renunciando a todo lo asentado para aceptar el qué sé yo.
Para demostrarme a mí misma que no tener ni idea es infinitamente mejor que vivir anclada a un NO.