Y se cumplieron tres meses.
Tres meses de un paréntesis vital que tanto necesitaba. Como un soplo, como un suspiro. Tres meses de retiro.
De vida contemplativa. De introspección. De pasar tantas y tantas horas conmigo misma. Y lo bien que me han venido. Para volver muchísimo más pura. Muchísimo más paciente. Muchísimo más comprensiva.
Tres meses de experimentar con lo salvaje casi a diario. Tres meses terriblemente lejos de mi familia, de mi gente. Tres meses: tan poco y a la vez tanto.
Y ahora que este retiro llega a su fin, que apenas dos semanas restan ya, ahora es cuando se me escapa la sonrisa de medio lado pensando lo lejana que me parecía esta fecha. Y ahora es cuando descubro el quinto sentido del que cojeo y tanto -pero, joder, tanto- echo en falta.
Ahora descubro que he potenciado como nunca el sentido del oído al tratar de entender un idioma nuevo para mí. Al tratar de escuchar y cazar palabras al vuelo, de encajarlas en una frase e interpretarlas en un contexto. He afinado la escucha, mil veces más que el habla. He pasado tres meses escuchando muchísimo más que hablando (algo que no había hecho nunca), he potenciado el oído hasta el infinito. He aprendido a callar y escuchar porque no quedaba más remedio que callar y escuchar.
He potenciado como nunca el sentido de la vista, pues me he maravillado más que nunca con los paisajes de esta isla. He podido pasar por ciudades espectaculares o parajes naturales que quitan el aliento, pero creo que nunca había alucinado tanto con una estampa como lo he hecho aquí. He potenciado la vista para observar hasta el más mínimo detalle, para descubrir el increíble mestizaje que reina en cada calle de esta isla, en cada rincón. He descubierto la mezcla que puede haber dentro de un espacio tan pequeño como es esta roca en mitad del índico. África, Francia y el Caribe en un mismo lugar. Maravillosamente mezclados. De pasear por una calle y descubrir la típica boutique parisina al lado de una casa propia del colonialismo de las Américas poco después de pasar en frente de una tienda de productos tailandeses que estaba al lado del puesto de amuletos africanos. De observar con detenimiento una capilla mientras suenan los cánticos para acudir a la mezquita. De ver tanta mezcla, tantos colores, de potenciar la vista y quedarme admirada por lo que veo. De tener la suerte de llevar siempre una cámara conmigo y una grabadora para narrar lo que veo y siento.
He potenciado como nunca el sentido del olfato, pues donde hay mestizaje hay olores. Donde hay cultura, hay olores. Donde hay comida, hay olores. Donde hay vida, hay olores. Donde hay novedad, hay olores nuevos. Lástima que sea lo único que, aún, no podemos llevarnos con nosotros. Los olores. Podemos capturar imágenes y sonidos de un lugar. Lástima que no los olores. Algunos quedarán en la recámara, rozando con peligro el olvido, y otros volverán a mi vida en el momento más inesperado y tendrán el poder y la magia de teletransportarme a esta isla. Olores transitorios. Olores efímeros. Olores que me han envuelto, que le han dado color a lo que estaba viendo. Olores que no puedo llevarme conmigo y que ni siquiera ahora recuerdo. Tan sólo me queda la esperanza de que, en el momento menos pensado, estos olores vuelvan de nuevo y yo sepa reconocerlos y reubicarlos, y queden como un bonito recuerdo, como un bonito billete de vuelta, aunque sólo sea durante un momento.
He potenciado como nunca el sentido del gusto, pues en esta isla criolla y mestiza, desembocan en ella platos de los alpes franceses, de isla Mauricio, de África del Sur y los autóctonos. He probado nuevos sabores, nuevas mezclas, picantes, sabrosos, insípidos, con muchas especias, con plantas, de todas las texturas, de todos los colores, de todos los sabores. Y, como aspecto altamente destacable, he comido todo tipo de verduras por primera vez en veintidós años. Me he abierto a las verduras, dueñas de esas texturas que tanto me han aterrado a lo largo de mi vida. Y, con ellas, nuevos sabores. Nuevos colores en mis papilas gustativas. Sí, sin duda también he potenciado el sentido del gusto más que nunca.
Haciendo este balance he descubierto que, efectivamente, quizá haya sido la vez que más he potenciado mis sentidos. Los he estirado al máximo. Tanto que, por suerte, han dado de sí. Y me ha ocurrido lo mismo que le ocurre a las personas que carecen de algún sentido: potencian al máximo el resto. Y yo he carecido de uno del que nunca carecen esas personas que carecen de algún sentido: del tacto.
Y con carecer del sentido del tacto me refiero a lo siguiente: a la poca importancia que le damos a este sentido porque, realmente, nunca carecemos de él. Hay ciegos, hay sordos, hay quién pierde el olfato, incluso quién pierde la lengua. Pero nadie pierde el tacto. Porque el tacto es hijo del órgano más extenso de nuestro cuerpo: la piel. Y no hay rincón de nuestro cuerpo que escape de ella. No hay lugar donde nos toquen que no lo sintamos. Y eso es lo que me ha faltado a mí. El tacto, el divino tacto.
Dejando de lado -por un momento- todo lo que concierne a las historias de alcoba, me ha faltado el tacto en las caricias inesperadas. Me ha faltado que me agarren la mano, o que posen una mano sobre la mía mientras ojeamos la carta del menú. Me ha faltado que me pongan la mano en el muslo mientras se conduce, o ponerla yo mientras conduzco, qué importa. Me han faltado los abrazos. En tres meses sólo he dado uno. Muy sentido. Pero sólo uno. Supongo que esto hará que lo recuerde siempre.
Me ha faltado que me acaricien la espalda, que jueguen con mi pelo. Me ha faltado que me cuenten las pecas, que dibujen mi cuerpo con un dedo. Por faltarme me han faltado, incluso, las cosquillas. Me han faltado las caricias con los labios. Acariciar una cara y que me besen la mano. Me ha faltado agarrar unas manos frías para calentarlas. Me ha faltado escuchar un “Estás ardiendo” o “Eres una estufa con patas”. Me ha faltado erizar centímetros cuadrados de un cuerpo tan sólo con la yema de los dedos. Sentir el calor corporal, acariciar una piel caliente después de estar un tiempo bajo el sol. Me ha faltado deslizar mis dedos entre cabello. Dibujar siluetas, formas, relieves. Me ha faltado perfilar labios con los dedos y que ello termine en mordisco placentero. Morder, morder y más morder. ¡Cómo me ha faltado morder! Y deslizar la mano bajo una prenda, y colarme en la parcela de tu vivienda.
Me ha faltado el tacto, lo he cojeado tanto… Ciega, muda y sorda del tacto. Tan necesario y tan olvidado cuando se tiene a diario. Tres meses sin todo esto. Menos mal que faltan escasos días para volver. Para volver a dar un abrazo. Para acariciar sin pensarlo.
Para tocar mucho.
Para tocar tanto.